Últimas crónicas

Con la música a otra parte
Laura Casielles (Asturias)


Laura.

Cuando una sofocada hilera de expedicionarios asciende con mil trabajos otra cuesta, si uno observa con atención, podrá distinguir, salteados entre la multitud, algunos que otros personajillos cuya carga suma a la mochila de adelante y la de atrás un maletín de ese plástico que trata de ser piel balaceándose en la mano, chocando con rodillas ajenas, dejando sin respiración los dedos que, más que sostenerlo, desafían a la gravedad que lo llama a gritos. Son los músicos, ese sufrido clan de ruteros, que tratan de llevar sus instrumentos al campamento, hoy también, sin morir o matar al intentarlo.

Hay que echarle valor al asunto para que, cuando las bases de participación llegan a casa, animarse a situar la crucecita de selección en "musical". Porque, al fin y al cabo, escribir o pintar todo el mundo sabe; decidirse a llenar de cabecitas negras un pentagrama para que luego salten al aire y revoloteen un rato con tan buena suerte que suene bonito ya es harina de otro costal. Y no digamos cuando, para más inri, te piden que la composición haga pensar en conquistas, por ejemplo, o en alimentos de ida y vuelta, o a saber. El reto asusta al más pintado. De hecho, los trabajos musicales son el género minoritario entre los elegidos.

Y como, además, componer parece que es algo con imán para guitarras y pianos, pero polo repelente para el resto, el intento de orquesta itinerante podría haberse quedado un poco pobre si la entrada se hubiese reducido a virtuosos. Por eso, muchos de los trabajos elegidos como musicales son en realidad una mezcla de estilos; otros, un cante que nada tiene que ver; o una obra tan ambiciosa que el Aula de Música nunca podría interpretarla. Y luego estamos los que, habiéndonos amedrentado hasta optar por otro arte para concursar, sacamos la vena melómana al señalar en la solicitud el instrumento al que podemos sacar algún sonido.

A lo que esto da lugar es a un Aula heterogénea en estilos, niveles, intenciones y ánimo, hasta el punto de dar la impresión de estar constantemente tratando de sacarle el lado musical al caos, o viceversa. Está desde el pequeño Mozart que lo toca todo y a primera vista hasta los pobres mortales que sobrevivimos a grito de "si esto do y estoy en mi, ¿cuántos bemoles le pongo?".

Pasando por esas figuras inciertas que aparecen y desaparecen de las filas de la música al ritmo del cansancio o la pereza. Y luego el coro, ese coro de voluntarios superpoblado de sopranos en que quien sabe leer suele cantar de memoria y el que canta de oído sujeta el papel.

Y, al frente del embrollo, al borde del ataque de nervios, Alicia, pidiendo silencio, afinación y ganas, todo al tiempo; implorando que al menos acabemos a la vez, desesperada ya, agitando la baqueta -que no batuta- en un último intento de que el compositor no se revuelva furioso en su tumba. O su hermano, si ella no puede, mucho más tranquilo, guitarrilla en mano, un poco perdido, eso sí, entre tanto chaval cambiándose instrumentos a dos minutos del comienzo por ver qué tal le va a un violinista tocar la flauta travesera.

Empezar a tocar no suele ayudar a disipar la confusión. Generalmente el plan es avisar un día para actuar al siguiente, lo que no es un comienzo muy propicio. Pero hay que hacerlo, así que hay que ensayar. Y hay que ensayar quiere decir hay que ensayar dónde y cómo se pueda, que lo mismo puede significar obscuras en unas ruinas, hacinados en una cabaña, mientras fuera diluvia, o bajo un puente compartido con caminantes en chandal. En cuanto al tiempo, tampoco suele ayudar: diez minutos antes de salir, pianissimo durante una conferencia, robando minutos a talleres o tiempo libre -y eso duele- pero en fin.

En estas precarias condiciones empieza el ensayo, y sin atriles, y sin sillas, y con focos en la cabeza, y los papeles que se vuelan y suerte habrá sí no pasa algo más. Es entonces cuando llegan las partituras: echémonos a temblar. Fáciles sí son, a qué negarlo, pero hay un problema colectivo: transportar, que todas están en el mismo tono, son los problemas del barroco. Y ahí, pobre del que sepa música de verdad, porque le caerán todos encima tratando de decidir sí cambiar de clave o leer tres por debajo.

Una vez listo, a tocar, y ahí se armó la gorda: nadie a la vez, notas chillando, las variaciones que no salen -mejor que las glose todas la flauta- el coro se ha ido. Pero está bien que el repertorio es escaso y, muerto el factor sorpresa, todo es más fácil: la práctica hace milagros. Con el tiempo, las cuerdas bordan su canon, los vientos consiguen aprenderse cuántos "tutti" van en Propiñan y el coro logra, cuando ya parecía que todo se iba a quedar en los puertos arriba y abajo del romance, hacer algo decente con un par de obras nuevas.

Y llega el concierto con el consiguiente cachondeo general al oír, una vez más, el soniquete casi himno de la Danza de Hachas. La verdad es que quizá no toquemos como dioses, pero nuestros auditorios serían la envidia del mejor de los concertistas. Pocos, muy pocos, pueden decir que han tocado en unas ruinas, unas cuevas, un palacio y un barco de la Armada. Y menos que lo hayan hecho todo en un mes.

Es la satisfacción de ver la música que soplas volando esos aires, una de las cosas que hacen que valga la pena. Porque el Aula de Música es, sí, perder tiempo libre, comer tarde, cargar más peso, acostarse más tarde; pero también conocer más gente, que más gente te conozca, algún refresco de estrangis, comer primeros, tener el orgullo de vivir aún otra cosa. Y, sobre todo, el momento con el que, personalmente me quedo.

Cuando el concierto se acaba, y todos se van, y en el suelo se queda, durmiendo parece, una guitarra. Y un músico se acerca, y le hace llorar un acorde y nace un corro que empieza una canción, de aquí o de allá, no importa, y todos la siguen, y el viento que nos rodea se va, saltándose tiempos y distancias por venir, con la música a otra parte.

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