La primera Cartagena
Carolina Rodríguez (Colombia)
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Carolina.
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Todos los expedicionarios asomados en la orilla del buque militar,
observando por primera vez la costa de Cartagena. Esta era la primera
Cartagena que a mi como colombiana, me recordó mi Cartagena
de Indias, fundada con ese nombre en conmemoración al lugar
en donde estábamos próximos a poner nuestros pies.
Bajamos a tierra y el Ayuntamiento de Cartagena nos regaló
bolsas con mapas, guías y una neverita; pero había algo
que nos emocionaba aún más para los americanos: bañarnos
por primera vez en el Mediterráneo. Las cosas, sin embargo,
no eran tan sencillas: debíamos caminar entre fábricas,
bodegas y puertos de desembarco. Finalmente, un oasis apareció
ante nosotros. La playa no era muy bonita, pero el mar estaba fresco
y delicioso. Tirados en la arena para coger buen bronceado, saltábamos
desde una piedra y nos preparábamos para nadar sobre la siguiente
ola. Para los americanos, el Mediterráneo ya era nuestro.
En la Universidad Politécnica de Cartagena, un refresco y
un concierto del Festival Internacional de Música Mediterránea.
Eran ocho hombres vestidos de negro, con gafas oscuras y grandes instrumentos
de viento. Abrieron el concierto con la mejor canción Sgt.
Peppers Lonely Hearts Club Band.
En medio de aplausos, palmas rítmicas, bailes improvisados
y, alguna que otra canción, los ruteros nos sumergimos en las
notas alegres y calmadas de las trompetas, trombones, tubas, y la
batería. Nunca olvidaremos cómo fue que Mateo de Argentina
concluyó por medio de un juego de palabras que él era
Stevie Wonder, además de ser perfecto, dios, etc.
Sonó el conocidísimo megáfono, pero esta vez
era el Subjefe Ángel quien nos llamaba: expedicionarios, fuera
salimos rápido. Ya en medio de una ciudad dormida, los 350
nos movíamos hacia las ruinas del Teatro Romano de Cartagena,
que fue descubierto hace poco tiempo bajo muchos edificios modernos
que fueron demolidos para conservar el antiguo teatro. Un arqueólogo
nos contó con más experiencia y detalle la historia
de este monumento.
Después, pero no finalmente, nos dirigimos hasta nuestro hogar
flotante. Todos, o muchos, queríamos llegar a dormir, aunque
fuera en las estrechas literas que nos han correspondido, pero debíamos
tomar una ducha obligatoria para evitar el olor característico
de la Ruta. Limpios y cansados, nos tendimos en las literas, que son
cómodas, a pesar de no ser muy atractivas o agradables.
Terminó así uno de los últimos días de
la Ruta, entre el olor de la gasolina y las paredes con chalecos verdes
de salvamento y el estampado de H. Cortés.
