Crónica del 24 de julio

La primera Cartagena
Carolina Rodríguez (Colombia)


Carolina.

Todos los expedicionarios asomados en la orilla del buque militar, observando por primera vez la costa de Cartagena. Esta era la primera Cartagena que a mi como colombiana, me recordó mi Cartagena de Indias, fundada con ese nombre en conmemoración al lugar en donde estábamos próximos a poner nuestros pies.

Bajamos a tierra y el Ayuntamiento de Cartagena nos regaló bolsas con mapas, guías y una neverita; pero había algo que nos emocionaba aún más para los americanos: bañarnos por primera vez en el Mediterráneo. Las cosas, sin embargo, no eran tan sencillas: debíamos caminar entre fábricas, bodegas y puertos de desembarco. Finalmente, un oasis apareció ante nosotros. La playa no era muy bonita, pero el mar estaba fresco y delicioso. Tirados en la arena para coger buen bronceado, saltábamos desde una piedra y nos preparábamos para nadar sobre la siguiente ola. Para los americanos, el Mediterráneo ya era nuestro.

En la Universidad Politécnica de Cartagena, un refresco y un concierto del Festival Internacional de Música Mediterránea. Eran ocho hombres vestidos de negro, con gafas oscuras y grandes instrumentos de viento. Abrieron el concierto con la mejor canción Sgt. Peppers Lonely Hearts Club Band.

En medio de aplausos, palmas rítmicas, bailes improvisados y, alguna que otra canción, los ruteros nos sumergimos en las notas alegres y calmadas de las trompetas, trombones, tubas, y la batería. Nunca olvidaremos cómo fue que Mateo de Argentina concluyó por medio de un juego de palabras que él era Stevie Wonder, además de ser perfecto, dios, etc.

Sonó el conocidísimo megáfono, pero esta vez era el Subjefe Ángel quien nos llamaba: expedicionarios, fuera salimos rápido. Ya en medio de una ciudad dormida, los 350 nos movíamos hacia las ruinas del Teatro Romano de Cartagena, que fue descubierto hace poco tiempo bajo muchos edificios modernos que fueron demolidos para conservar el antiguo teatro. Un arqueólogo nos contó con más experiencia y detalle la historia de este monumento.

Después, pero no finalmente, nos dirigimos hasta nuestro hogar flotante. Todos, o muchos, queríamos llegar a dormir, aunque fuera en las estrechas literas que nos han correspondido, pero debíamos tomar una ducha obligatoria para evitar el olor característico de la Ruta. Limpios y cansados, nos tendimos en las literas, que son cómodas, a pesar de no ser muy atractivas o agradables.

Terminó así uno de los últimos días de la Ruta, entre el olor de la gasolina y las paredes con chalecos verdes de salvamento y el estampado de H. Cortés.

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