Arribada al puerto de Cartagena
Daniel Ruiz (Vitoria)
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Daniel y Eduardo.
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Hoy, como cada mañana al mirar el reloj, un sentimiento de
tristeza e irremediable conformismo invade el corazón de todos
los ruteros. Seis días. Sólo quedan seis días.
Dentro de muy poco todo habrá acabado. Ya no volveremos a sentir
, oler o disfrutar de todas esas pequeñas cosas que nos han
acompañado durante estos excitantes e inolvidables cuarenta
días.
Perderemos de vista a amigos, monitores y compañeros; pero
esos lazos de amistad todavía perdurarán un tiempo,
alimentados por la esperanza de volver a verlos algún día.
Se acabarán también las originales misas de Don Jesús,
los conciertos de la banda o las fatigosas caminatas. Todo se habrá
ido ya. Sin embargo, ese sentimiento dura muy poco. Un nuevo día
comienza, y con ello un nuevo reto, una nueva aventura.
Pero hoy es diferente. El olor a hierba fresca y rocío de
la mañana ha dejado paso a la brisa mañanera del Mediterráneo,
cargada de salitre. Nos encontramos en el Hernán Cortés,
un buque de la Armada Española en el que nos dirigimos desde
Málaga a la ciudad de Cartagena. El barco es uno de esos legendarios
L-41 que, a pesar de su longevidad, todavía guarda, entre sus
paredes viejas emocionantes batallitas e historias de toda índole.
"Aviso para los integrantes del grupo Ruta Quetzal BBVA".
Nos despierta una voz ronca por megafonía "en estos momentos
nos encontramos frente al Cabo de Gata". Poco a poco la vida
comienza en el interior del barco, al tiempo que todos los expedicionarios
comenzamos a desperezarnos y tras tomar una refrescante ducha, nos
dirigimos a la cubierta de popa.
Hace una mañana espléndida. El cielo está despejado
y la brisa matutina nos acaricia la cara. Sobre nuestras cabezas,
decenas de gaviotas revolotean alegremente, como dando la bienvenida
al nuevo día.
Hemos navegado durante toda la noche a una velocidad de unos 20 nudos,
casi 40 Km/h y ya estamos muy cerca de la costa. Poco a poco, el puerto
de Cartagena se va haciendo más y más cercano. Por fin,
pasado ya el mediodía, arribamos a puerto, donde un grupo de
personas, formado en su mayoría por padres y madres de los
expedicionarios, así como ruteros de otras ediciones, nos reciben
con vítores y aplausos.
Cartagena es sin duda una ciudad cargada de historia y, sobre todo,
de un ambiente "guerrero". Y no lo digo solamente por los
modernos submarinos o los enormes destructores que se dan cita en
su base naval, sino también por ese castillo situado en lo
más alto de la noche, cuyas piedras han visto pasar a personajes
tan ilustres de nuestra historia como fueron Aníbal o el general
romano Escipión.
Una vez en tierra, y bajo un calor y un sol asfixiantes, nos dirigimos
a una calita cercana donde disfrutamos de un refrescante y estupendo
baño en aguas del Mediterráneo, que hoy están
tan pulcras y cristalinas que nada tienen que envidiar a las de los
países que hemos visitado.
Así va pasando el día y el cielo comienza a ponerse
en la milenaria ciudad de Cartagena. Hoy ha sido sin duda un día
muy duro y los ánimos están ya un poco bajos. Pero son
las 9:00 de la noche y todos los expedicionarios, reunidos en el patio
de la Universidad Politécnica de Cartagena, disfrutamos de
un apetitoso buffet y un espectáculo musical.
Poco a poco, todas esas risas y bromas que han reinado durante todo
el día, ese ambiente festivo y alegre va desapareciendo para
dar paso nuevamente a un sentimiento de nostalgia y desasosiego. Sabemos
que mañana será un día estupendo y que todavía
quedan miles de cosas por hacer; pero también nos damos cuenta
de que otro día se nos está escapando de las manos irremediablemente
y de que ya queda menos. De que el final de este irrepetible sueño
está cercano. Eso sí: será un final feliz.
Mi vocación a la Armada
Eduardo Perea del Pozo (Huelva)
Hoy ha sido un día asombroso para mí: durante largo
tiempo pensé que mi vocación era la Armada. Amo la aventura,
motor que me ha guiado hasta la Ruta Quetzal BBVA y me encantaría,
que al ser anciano, reflexionara y descubriera que mi vida no ha sido
en vano y que he navegado con rumbo fijo para conseguir un objetivo
y no divagar por la vida sin puerto en el que abastecerse de ilusión.
Este objetivo sería muy lindo que pudiera conseguirlo. Y pienso
que valdría la pena vivir aunque tan solo haya aportado mi
grano de arena para mejorar este mundo en el que un día mis
ojos vivirán. Por ello me creí impulsado a ser militar
que en misiones humanitarias consiga prender en un niño una
sonrisa, pero, como a cualquier rutero que se tome la Ruta Quetzal
en serio y viva cada momento, esto te cambia. Esta huella indeleble
me ha llevado a dudar de la existencia del destino: al pasear por
los camarotes y los servicios encontré, camuflado como una
parte más del paisaje, unas inscripciones y otras muescas en
la madera o pequeños garabatos en las que infinidad de soldados
expresaban desalentados sus ansias por volver a su hogar, por exprimir
al máximo los permisos para visitar su tierra. Un par de amigos
y yo interrogamos de forma desinteresada a varios cabos y finalmente
llegué a una máxima: "no apreciamos lo que tenemos".
Si me giro al pasado y recuerdo las ofuscaciones que más me
afectaron en aquella época me doy cuenta que sólo son
caprichos por bienes materiales que se acaban olvidando, cuando el
verdadero valor reside en aquellas pequeñas cosas que pasan
a engrosar las filas de lo monótono, pero dan sentido a tu
vida.
Así pues, no sería capaz de soportar una vida tan distante
de mi familia, construyéndolo todo sobre unos cimientos tan
inestables. Un día sin un beso de mi madre, sin bromear con
mi padre, sin pelearme con mi hermano, sin reír con mis amigos,
sin mirar a mi chica, sin jugar con mi perro o simplemente sin maldecir
mi ascensor... Sería eterno.
En esta convivencia hay que aprovechar cada instante: quedan seis
día de aventura y pienso sacar el jugo máximo de cada
uno, pues no volveré a vivir esto. Aquí convivimos personas
tan dispares juntos durante tanto tiempo y compartiendo problemas
y virtudes de la edad, que me estoy comprometiendo a fijarme en las
características de todos mis compañeros para poder descubrir
que tipo de persona quiero ser.
En esta reflexión quiero mencionar a las personas que se lanzan
a la aventura, dejando atrás todo lo que quieren por seguir
una vida digna, por defendernos y, en la mayoría de las ocasiones
por repartir felicidad.
He paseado por la cubierta, después de la breve charla sobre
la seguridad y la historia del Hernán Cortés, en el
que estamos navegando, y he descubierto que se asemeja más
a una gran celda que a un lugar de trabajo y convivencia que, en algunas
ocasiones se prolonga varias veces. Quizá por eso la ilusión
de los jóvenes por la marina se va difuminando al comprobar
que la vida que emprenden no es exactamente lo que añoraban.
En la tarde fuimos dirigidos hacia una pequeña cala de Cartagena
en la que nos bañamos y compramos bebidas. En la arena, ya
tranquilamente reflexiono sobre la vida que yo deseo hacer. No quiero
que la razón de mi existencia sea sin más defender una
bandera. Creo que puedo ir algo más allá y quizá
consiga vivir dando vida a los demás.
