Visión española de La Española
Laura Casielles (Asturias)
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Laura.
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El sueño americano no acabó con El Dorado. Todavía
hoy, y aunque el charco se cruce a muchos pies por encima de las olas,
pisar las tierras del Nuevo Mundo, sigue siendo una constante en las
ilusiones de tantos modernos conquistadores peninsulares.
Y si América nació, como quien dice, con la huella
de un almirante sobre la arena de una islita antillana, Y qué
mejor escenario para empezar a entender este mundo nuevo que la susodicha
isla, hoy República Dominicana.
El último contacto con la propia patria tiene lugar en el
tumultuoso Barajas, lleno de grises portadores de maletines que, corriendo
sobre pasillos mecánicos, llenan el aire de prisa. A lo mejor,
por eso es mayor el contraste cuando, tras ese limbo mestizo, tierra
de nadie, que es el avión, uno llega al aeropuerto dominicano.
Porque allí el fundamento va a ser otro: calma.
El aduanero dominicano puede mantener una cola parada durante horas,
para enterarse de la vida y milagros de alguno de los rostros de pasaporte,
mientras niños y maletas se revuelcan sobre los ajados pasillos
en un duelo mediado por maternos tirones de pelo. Calma. Así
son las cosas, parece, por estos lares.
El suelo de estos Indios, que no lo son, recibe a los visitantes
con una bocanada de calor que casi azota, y un olor peculiar, una
mezcla diría yo, de eucalipto dulzón y agua tibia, de
sal y frutas desconocidas.
Sentada en una guagua destartalada que lleva a cualquier parte, a
velocidad incierta, una empieza a ver. El mar, como una postal, se
extiende hacia el infinito flanqueado por decenas de palmeras espigadas
que tratan de alcanzar un cielo de color también distinto,
superpoblado de nubes dispuestas siempre a descargar mares enteros
de lluvias, si el viento así lo decide, en cuestión
de segundos.
También el tiempo pasa a otro ritmo en Dominicana. Tal vez
sea el influjo de aquellas míticas fuentes de la eterna juventud,
o tal vez no; pero el caso es que aquí decir tres horas dista
poco de decir tres minutos, porque todo depende. De la lluvia o del
tráfico, del calor si no es de la familia, pero todo depende;
haciendo que precisar sea imposible en este huso horario en el que,
por otra parte, el sol se da en realidad prisa, tanto para llegar
como para irse, acabando por rematar el desfase temporal que uno lleva
encima.
En este país las cosas tienen razones sencillas: camino al
Mirador de Colón, una mano se adelantó desde una casa,
ofreciendo una jarra salvadora bajo el sol abrasador. Y alguien preguntó:
¿de dónde sale el agua aquí? La mujer, sorprendida,
se encogió de hombros. "Lluvia", respondió,
señalando al cielo.
Y era obvio. Somos nosotros quienes lo complicamos tanto todo. De
no hacerlo, podríamos ver que esta es la tierra de los gallos
confundidos que cantan a media noche, de las amenazas incumplidas
de huracán a medio día, de las lecciones improvisadas
de merengue en el mercado.
Es la patria común del niño que se agarra celoso a
una rueda abollada de bici, del abuelo que pide matrimonio a turistas,
sentado en el banco que hay en frente a una pizzaría en la
capital, de la dependienta que te tiene tres horas en su tienda para
mostrarte las fotos de su hija - que quiere ser artista - cuando tú
sólo entrabas a por una postal.
Es el país donde aprender a pringarse hasta los codos comiendo
un mango, a jugar baloncesto a ritmo de reagge que cantan unos altavoces
o a tener siempre agua a mano antes de ponerse a comer una de esas
empalagosas tabletas de dulce de leche.
La nación de la calma, dije; pero calma llena de matices de
vida.
Nunca he sido amiga de patriotismos y estereotipos, pero caeré
en el pecado de generalizar para decir del pueblo dominicano que es
alegre y hospitalario, dispuesto siempre a darle al visitante horas
de conversación.
En la presentación, no es precisamente la española
la nacionalidad que más puertas abre, en comparación
con cualquiera de los latinos, al menos.
No creo que se trate de un asunto de rencores viejos sino, más
bien, de la ausencia de seseos y voses en nuestro habla, que reviste
cada afirmación de un tono, por lo visto brusco, que excluye
al "ibérico" de esa hermandad de hispanos que se
encuentran.
Pero, tranquilidad, que bastarán un par de minutos de charla
para decsubrir algún amigo común de antiguos parientes,
o un pueblo natal cercano al de un antepasado de vecino, y quedar
así convertido en poco menos que alguien de la familia. Uno
puede realmente sentirse en casa en esta isla.
Cuando Colón volvió a España con la buena nueva
del Nuevo Mundo, no se quedó mucho tiempo. La fiebre de descubir
se había colado irremisiblemente en sus venas, y ya no paró
de viajar para hacerse, poco a poco, con todos los secretos de la
orilla de más allá de Finisterra.
Yo, siguiendo aún tras las fronteras los pasos del almirante,
volveré a casa contando las bondades de este mundo que acabo
de descubrir y, apenas pueda,
soltaré de nuevo amarras para seguir buscando, como marino
medieval, los "paraysos" del otro lado del charco.
