Crónica del día 12 de julio

Visión española de La Española
Laura Casielles (Asturias)


Laura.

El sueño americano no acabó con El Dorado. Todavía hoy, y aunque el charco se cruce a muchos pies por encima de las olas, pisar las tierras del Nuevo Mundo, sigue siendo una constante en las ilusiones de tantos modernos conquistadores peninsulares.

Y si América nació, como quien dice, con la huella de un almirante sobre la arena de una islita antillana, Y qué mejor escenario para empezar a entender este mundo nuevo que la susodicha isla, hoy República Dominicana.

El último contacto con la propia patria tiene lugar en el tumultuoso Barajas, lleno de grises portadores de maletines que, corriendo sobre pasillos mecánicos, llenan el aire de prisa. A lo mejor, por eso es mayor el contraste cuando, tras ese limbo mestizo, tierra de nadie, que es el avión, uno llega al aeropuerto dominicano. Porque allí el fundamento va a ser otro: calma.

El aduanero dominicano puede mantener una cola parada durante horas, para enterarse de la vida y milagros de alguno de los rostros de pasaporte, mientras niños y maletas se revuelcan sobre los ajados pasillos en un duelo mediado por maternos tirones de pelo. Calma. Así son las cosas, parece, por estos lares.

El suelo de estos Indios, que no lo son, recibe a los visitantes con una bocanada de calor que casi azota, y un olor peculiar, una mezcla diría yo, de eucalipto dulzón y agua tibia, de sal y frutas desconocidas.

Sentada en una guagua destartalada que lleva a cualquier parte, a velocidad incierta, una empieza a ver. El mar, como una postal, se extiende hacia el infinito flanqueado por decenas de palmeras espigadas que tratan de alcanzar un cielo de color también distinto, superpoblado de nubes dispuestas siempre a descargar mares enteros de lluvias, si el viento así lo decide, en cuestión de segundos.

También el tiempo pasa a otro ritmo en Dominicana. Tal vez sea el influjo de aquellas míticas fuentes de la eterna juventud, o tal vez no; pero el caso es que aquí decir tres horas dista poco de decir tres minutos, porque todo depende. De la lluvia o del tráfico, del calor si no es de la familia, pero todo depende; haciendo que precisar sea imposible en este huso horario en el que, por otra parte, el sol se da en realidad prisa, tanto para llegar como para irse, acabando por rematar el desfase temporal que uno lleva encima.

En este país las cosas tienen razones sencillas: camino al Mirador de Colón, una mano se adelantó desde una casa, ofreciendo una jarra salvadora bajo el sol abrasador. Y alguien preguntó: ¿de dónde sale el agua aquí? La mujer, sorprendida, se encogió de hombros. "Lluvia", respondió, señalando al cielo.

Y era obvio. Somos nosotros quienes lo complicamos tanto todo. De no hacerlo, podríamos ver que esta es la tierra de los gallos confundidos que cantan a media noche, de las amenazas incumplidas de huracán a medio día, de las lecciones improvisadas de merengue en el mercado.

Es la patria común del niño que se agarra celoso a una rueda abollada de bici, del abuelo que pide matrimonio a turistas, sentado en el banco que hay en frente a una pizzaría en la capital, de la dependienta que te tiene tres horas en su tienda para mostrarte las fotos de su hija - que quiere ser artista - cuando tú sólo entrabas a por una postal.

Es el país donde aprender a pringarse hasta los codos comiendo un mango, a jugar baloncesto a ritmo de reagge que cantan unos altavoces o a tener siempre agua a mano antes de ponerse a comer una de esas empalagosas tabletas de dulce de leche.

La nación de la calma, dije; pero calma llena de matices de vida.

Nunca he sido amiga de patriotismos y estereotipos, pero caeré en el pecado de generalizar para decir del pueblo dominicano que es alegre y hospitalario, dispuesto siempre a darle al visitante horas de conversación.

En la presentación, no es precisamente la española la nacionalidad que más puertas abre, en comparación con cualquiera de los latinos, al menos.
No creo que se trate de un asunto de rencores viejos sino, más bien, de la ausencia de seseos y voses en nuestro habla, que reviste cada afirmación de un tono, por lo visto brusco, que excluye al "ibérico" de esa hermandad de hispanos que se encuentran.

Pero, tranquilidad, que bastarán un par de minutos de charla para decsubrir algún amigo común de antiguos parientes, o un pueblo natal cercano al de un antepasado de vecino, y quedar así convertido en poco menos que alguien de la familia. Uno puede realmente sentirse en casa en esta isla.

Cuando Colón volvió a España con la buena nueva del Nuevo Mundo, no se quedó mucho tiempo. La fiebre de descubir se había colado irremisiblemente en sus venas, y ya no paró de viajar para hacerse, poco a poco, con todos los secretos de la orilla de más allá de Finisterra.

Yo, siguiendo aún tras las fronteras los pasos del almirante, volveré a casa contando las bondades de este mundo que acabo de descubrir y, apenas pueda,
soltaré de nuevo amarras para seguir buscando, como marino medieval, los "paraysos" del otro lado del charco.

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