Observatorio de Arecibo
Mateo Fernández Armenta (Madrid)
Gonzalo Castañeda Condado (Madrid)
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Mateo y Gonzalo.
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Son las 5.30 de la madrugada, el estremecedor canto de los Quaquis
nos recuerda dónde estamos: en el Bosque del Pueblo, nos arrastramos
malamente fuera de la tienda tras haber tenido como compañeros
de sueño a la lluvia y al viento.
Los carros nos esperan a 2 kilómetros, listos para salir hacia
Arecibo; la marcha se hace dura árdua y tediosa. Nos acomodamos,
dentro de lo posible, en los minúsculos asientos de piel gruesa
del autobús.
Nuestra primera parada es el famoso Observatorio de Arecibo, poseedor
del radiotelescopio más grande del mundo, con 305 metros de
diámetro. Formado por 40000 paneles de aluminio regulables.
Consta de 3 plantas esféricas, a diferencia de otros telescopios.
Esto hace que el radio de visión sea una línea y no
un punto que, sumado al gran tamaño que posee, le da un inmenso
alcance de visión. Este emite ondas de radio para localizar
cuerpos celestes que son invisibles con un telescopio normal. Esas
ondas, al chocar con un astro u otro elemento, rebotan y son recogidas
por el plato grande que a su vez las transmite al centro de control,
después de toda esta complicada parte técnica.
Daniel R. Altschuler, director del observatorio, nos habla de su
gran pasión por la radioastronomía, en que usa ondas
de radio para localizar cuerpos celestes en el espacio. También
nos cuenta cómo el telescopio fue remodelado en dos ocasiones
ya que un instrumento científico no puede mantenerse a la vanguardia
de la ciencia sin sufrir algún cambio.
La primera mejora fue realizada en 1973; en ella se instaló
un nuevo reflector, un sistema de radares para estudiar los sistemas
planetarios. Finalizó en 1975.
La segunda comienza en 1992, bajo el auspicio de la N.A.S.A. y la
N.S.F. Aumenta el rango de frecuencias detectadas, duplican la potencia
del radar, reducen las interferencias terrestres y se incrementa también
su sensibilidad y su sistema de control de datos.
Son las 14:00, salimos con un hambre voraz hacia un lugar desconocido
hasta el momento. Resulta ser un desnivel inhóspito y árido,
junto a un restaurante que curiosamente no pisamos. La comida no consigue
llenar ese abismo sin fondo que es ahora nuestro estómago.
Montamos las tiendas, esperando que no llueva y salimos de nuevo hacia
nuestro querido observatorio, donde ampliamos nuestros conocimientos
sobre el emplazamiento y construcción de esta obra de ingeniería.
Al acabar, nos lanzamos a las máquinas de refrescos como un
buitre lo haría sobre un cadáver.
Este ha sido un día que recordaremos el resto de nuestra vida.
