El pico, a tope
Juan Achustegui Sarrionandia, Bilbao
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En la imagen, Juan.
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La noche se nos escapó rauda, y abandonamos resignadamente
las techumbres de paja para darnos un baño en las agua gélidas
del Yaque Norte. Desayunamos,sin saber a ciencia cierta lo que nos
esperaba y, aunque todos estábamos deseosos de comenzar la
ascensión, en el campamento se notaba un cierto ambiente de
nerviosismo.
Curzamos el río por un tronco que hacía las veces de
puente, y comenzamos una caminata que a primera vista no pareció
muy dura, pues no llegaba a los 25 kms. Los primeros cuatro kilómetros
fueron realmente bellos; apenas tenían pendiente y el estrecho
sendero se adentraba en la selva mostrándonos una exuberante
vegetación sin par, a la que pocos de nosotros estábamos
acostumbrados: helechos que superaban en altura a los más altos,
palmeras con hojas tan anchas que era difícil encontrar los
bordes... Una visión con la que nos deleitamos haciendo de
los primeros pasos una suave y amena marcha. Aún así,
hubo gente que se arrepintió de haber comenzado la ascensión,
y por el camino veíamos compañeros que volvían
al campamento, todos ellos con cara de cansancio y crispación.
Tan sólo 160 de los 350 expedicionarios nos decidimos finalmente
a subir. La montaña reinó durante los siguientes kilómetros,
y sólo se rompía cuando algún compañero
cantaba espontáneamente alguna breve cancioncilla para levantar
los ánimos. Pero el camino era cada vez más inclinado
y duro, el afán de lucha comenzaba a apagarse y lo peor de
todo: ya no había posibilidad de volverse, era necesario llegar
hasta el campamento antes de que la noche nos envolviese peligrosamente.
Supongo que la mayoría de los lectores, afortunadamente, no
habrán sufrido en sus propias carnes lo que aquí llaman
el "zoroche", comunmente denominado mal de altura. A mí
me invadió casi a 2.700 metros de altura, cuando estábamos
a punto de alcanzar la cota más alta antes de iniciar la suave
bajada hacia el último campamento antes del Pico. Sentí
que no podía caminar, el sueño me invadía y veía
un doble sendero. No podía continuar, y si no llega a ser por
la perseverancia de los monitores Dani y Rafa, a los que agradezco
desde aquí su apoyo, no hubiera llegado al campamento. Finalmente,
un mulero me recogió en su mula y me subió. Cuando comenzamos
a bajar hasta los 2.500 metros me sentí mejor, y finalmente
llegué al campamento superior con mi mochila y la de una compañera
caminando a un buen ritmo.
Apenas montamos el campamento, nos apresuramos a comer...¿o
cenar? eran las 18:35. Habíamos caminado 5 horas sin agua y
nuestro estado no nos permitía mayor festejo que unas palabras
de llegada. El Pico Duarte nos esperaba, y debíamos despertarnos
a las 4 de la madrugada.
Siguiendo la rutina, nos despertamos a la hora establecida, y, tras
un breve desayuno, el grupo de intrépidos que subiría
al Duarte (apenas 50) salió aun de noche hacia la cumbre.
Llegamos a la cima hacia las siete y media, y la visión era
impresionante: toda la Cordillera Central y gran parte de los valles
de Jarabacoa se extendían ante el grupo, acompañados
por el busto de expresión fija de Duarte, en cuyo honor se
bautizó al coloso de piedra y bosque.
La bajada fue cansada: 11 horas de caminata, sin apenas parar porque
una amenazante tormenta aparecía entre los densos bosques y
nos recordaba su presencia con ensordecedores truenos.
Llegamos a La Ciénaga, tras dos días emocionantes.
Casí todos teníamos ampollas en los pies y una molesta
diarrea que nos acompañó toda la bajada; yo mismo la
sufrí.
Han sido unos días muy duros, pero lo repetiría si
pudiese: el avanzar hacia la cumbre bajo una extenuante lluvia tropical,
ver un minúsculo colibrí comiendo néctar de una
preciosa flor violeta, sentir el aire puro al despertar de madrugada,
reunirse en torno a un fuego para desayunar de noche... son momentos
que quedarán grabados para siempre en mi interior, recuerdos
que nunca pasarán a ser reminiscencias.
Un saludo para toda mi gente, y Zorianak a la madre de Jon.
Un saludo a toda nuestra familia y amigos.
